Lo que no entienden acerca de los cumpleaños y lo que nunca te dicen es que cuando tienes once, también tienes diez y nueve y ocho y siete y seis y cinco y cuatro y tres y dos y uno. Y cuando te despiertas el día que cumples once años esperas sentirte once, pero no te sientes. Abres los ojos y todo es tal como ayer, sólo que es hoy. Y no te sientes como si tuvieras once para nada. Todavía te sientes como si tuvieras diez. Y sí los tienes—debajo del año que te vuelve once.
Como algunos días puede que digas algo estúpido, y esa es la parte de ti que todavía tiene diez. O tal vez algunos días necesitas sentarte en el regazo de tu mamá porque tienes miedo, y esa es la parte de ti que tiene cinco. Y tal vez un día cuando ya eres grande tal vez necesitas llorar como si tuvieras tres, y está bien. Eso es lo que le digo a Mamá cuando está triste y necesita llorar. Tal vez se siente como si tuviera tres.
Porque el modo como uno se hace viejo es un poco como una cebolla o los anillos adentro de un tronco de árbol o como mis muñequitas de madera que embonan una adentro de la otra, cada año adentro del siguiente. Así es como es tener once años.
No te sientes once. No luego luego. tarda varios días, hasta semanas, a veces hasta meses antes de que dices once cuando te preguntan. Y no te sientes inteligente once, no hasta que casi ya tienes doce. Así es.
Sólo que hoy quisiera no tener tan sólo once años repiqueteando adentro de mí como centavitos en una caja de Curitas. Hoy quisiera tener ciento dos años en lugar de once porque si tuviera ciento dos hubiera sabido qué decir cuando la Srta. Price puso el suéter rojo sobre mi escritorio. Hubiera sabido como decirle que no era mío en lugar de quedarme sentada ahí con esa cara y con nada saliendo de mi boca,
“¿De quién es esto?” dice la Srta. Price, y levanta el suéter arriba en el aire para que toda la clase lo vea. “¿De quién? Ha estado metido en el ropero durante un mes.”
“Mío no”, dice todo el mundo. “Mío no”.
“Tiene que ser de alguien”, la Srta. Price sigue diciendo, pero nadie se puede acordar. Es un suéter feo con botones de plástico rojos y un cuello y unas mangas todas estiradas como si lo pudieras usar para una cuerda de saltar. Tal vez tiene mil años y aún si fuera mío no lo diría.
Tal vez porque soy flaquita, tal vez porque no le caigo bien, esa estúpida de Sylvia Saldívar dice, “Creo que es de Raquel.” Un suéter feo como ése, todo raído y viejo, pero la Srta. Price le cree. La Srta. Price agarra el suéter y lo pone justo en mi escritorio, pero cuando abro la boca no sale nada.
“Ese no es, yo no, tú no estás…No es mío”, digo por fin con una vocecita que tal vez era yo cuando tenía cuatro.
“Claro que es tuyo”, dice la Srta. Price. “Me acuerdo que lo usaste una vez.” Porque ella es más grande y la maestra, tiene la razón y yo no.
No es mío, no es mío, no es mío, pero la Srta. Price ya está pasando a la página treinta y dos, y al problema de matemáticas número cuatro. No sé por qué pero de repente me siento enferma adentro, como si la parte de mí que tiene tres quisiera salir por mis ojos, sólo que los aprieto duro y muerdo con mis dientes bien duro y me trato de acordar que hoy tengo once, once. Mamá me está haciendo un pastel para hoy en la noche, y cuando Papá venga a casa todos van a cantar feliz cumpleaños, feliz cumpleaños a ti.
Pero cuando el mareo se me pasa y abro los ojos, el suéter rojo todavía está ahí parado como una montañota roja. Muevo el suéter rojo para la esquina de mi escritorio con mi regla. Muevo mi lápiz y libros y goma tan lejos de él como sea posible. Hasta muevo mi silla un poquito a la derecha. No es mío, no es mío, no es mío.
En mi cabeza estoy pensando cuánto falta para el recreo, cuánto falta hasta que pueda agarrar el suéter rojo y tirarlo por encima de la barda de Ia escuela, o dejarlo ahí colgado sobre un parquímetro, o hacerlo bolita y aventarlo en el callejón. Excepto que cuando acaba la clase de matemáticas la Srta. Price dice fuerte y enfrente de todos, “Vamos, Raquel, ya basta”, porque ve que empujé el suéter rojo hasta la orillita de mi escritorio y está colgado sobre la orilla como una cascada, pero no me importa.
“Raquel”, dice Ia Srta. Price. Lo dice como si estuviera enojada. “Ponte ese suéter inmediatamente y déjate de tonterías.”
“Pero no es…”
“¡Ahora mismo!” dice la Srta. Price.
Es cuando quisiera no tener once, porque todos los años dentro de mí—diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno—están empujando por detrás de mis ojos cuando pongo un brazo por una manga del suéter que huele a requesón, y luego el otro brazo a través de la otra y me paro con mis brazos separados como si el suéter me hiciera daño y si, todo sarnoso y lleno de gérmenes que ni siquiera son míos.
Ahí es cuando todo lo que he estado guardando adentro desde esta mañana, desde cuando la Srta. Price puso el suéter en mi escritorio, por fin sale, y de repente estoy llorando enfrente de todo el mundo. Quisiera ser invisible pero no lo soy. Tengo once y hoy es mi cumpleaños y estoy llorando como si tuviera tres enfrente de todos. Pongo mi cabeza sobre el escritorio y entierro mi cara en mis brazos estúpidos de suéter de payaso. Mi cara toda caliente y la baba saliéndose de mi boca porque no puedo parar los ruiditos de animal que salen de mí, hasta que ya no quedan lágrimas en mis ojos, y sólo está mi cuerpo temblando como cuando tienes hipo, y toda la cabeza me duele como cuando bebes leche demasiado aprisa.
Pero lo peor sucede justo antes de que suene la campana para el recreo. Esa estúpida Phyllis López, que es todavía más tonta que Sylvia Saldívar, ¡dice que se acuerda que el suéter rojo es suyo! Me lo quito inmediatamente y se lo doy, pero la Srta. Price hace de cuenta como si no hubiera pasado nada.
Hoy tengo once años. Hay un pastel que Mamá está haciendo para hoy, y cuando Papá llegue a casa del trabajo nos lo comeremos. Va a haber velitas y regalos y todos van a cantar feliz cumpleaños, feliz cumpleaños a ti, Raquel, sólo que ya es demasiado tarde.
Hoy tengo once años. Tengo once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno, pero quisiera tener ciento dos. Quisiera tener cualquier cosa menos once, porque quiero que el día de hoy esté ya muy lejos, tan lejos como un globo que se escapa, como una pequeña o en el cielo, tan chiquitita chiquitita que tienes que cerrar los ojos para verla.
-Sandra Cisneros